
Sé de otro héroe, entre tantos, con el que se cruzan algunos de ustedes de vez en cuando. Lleva casi treinta años salvando vidas, pero no se le nota. Es un tipo callado. Discreto. Supongo que nunca me perdonaría que diese aquí su nombre, así que ni lo intento. Baste decir que hay quien lo admira y quien lo ama. Quien le lleva la cuenta de los rescates que ha realizado en el mar. Unos cuatro mil, calculan. Primero como buceador y luego en Salvamento Marítimo. De manzanilla man, que dicen allí; porque, como las bolsitas de infusión, lo cuelgan con un cabo desde un helicóptero y lo sumergen en el agua para que trinque a la gente. Duro que te rilas, imagínense. El pavo. Una vez salió su foto en los periódicos, sujetando los intestinos de un fulano al que llevaban en una zodiac camino del buque hospital Esperanza del Mar. Antes de evacuar al herido tuvo que reducir a hostias al tripulante que se paseaba por la cubierta del pesquero con un ataque de delirium tremens, llevando en la mano el cuchillo con el que acababa de rajar a su colega.
Hace un tiempo, el helicóptero donde volaba con tres compañeros cayó al agua frente a la costa de Almería. Cosas de la mala suerte. De que salga tu número. Nuestro héroe es un hombre entrenado para esa clase de situaciones: sabe cosas que el común de los mortales ignoramos. Así que las puso en práctica por instinto de adiestramiento. Se llenó el pecho de aire segundos antes del impacto, hiperventiló mientras se inundaba la cabina, se zafó del arnés que lo ataba al helicóptero que se hundía, y subió a una balsa salvavidas. Allí cogió un cuchillo y una linterna, se quitó el chaleco inflado para poder sumergirse, y tras palpar la carne levantada en su cuero cabelludo y comprobar que pese al golpe y las heridas estaba entero, buceó de nuevo en busca de sus compañeros. No los encontró. Agotado, volvió a la balsa. No usó las bengalas de mano porque sabía que flotaba en una mancha de queroseno. Lanzó una con paracaídas, se tumbó en la balsa y aguardó haciendo señales intermitentes con la linterna. Rescatado por una patrullera de la Guardia Civil, sus palabras en el hospital fueron «¡Cosedme ya, joder!... ¡Tengo que ir a por mis compañeros!». Pero los tres habían muerto en el impacto.
Hubo medallas con distintivo rojo para los cuatro. Los muertos y el superviviente. A menudo queda alguien para contarlo, aunque éste sea poco amigo de contar. Aquel día, el telediario apenas mencionó la noticia: un helicóptero de rescate caído al mar y tres palabras del ministro del ramo. Punto. Nada sobre quiénes eran los tres desaparecidos, qué los llevó a la muerte, cuántas vidas salvaron jugándosela durante años y años. Nada sobre el cuarto hombre. El que seguía vivo. El que se lamía las heridas. Por aquellos días aún lo copaba todo el terremoto de Haití, más espectacular y vistoso. Comparados con las conexiones en directo desde Puerto Príncipe, tres rescatadores muertos eran poca cosa. Para lo que sí hubo espacio fue para que la tele y los periódicos se ocuparan de las andanzas de Brad Pitt y Angelina Jolie. Sus vacaciones solidarias en no sé dónde. También en Haití, me parece. Tan humanitarios ellos. Tan guapos y tan fashion.
Hágase un favor, estimado lector. A usted mismo. Cuando vaya hoy a tomar un café, una caña o lo que sea, preste atención al apoyarse en la barra del bar o la cafetería.
Tal vez haya a su lado un hombre o una mujer, solos o acompañados, mojando un churro en la taza, despachando un pincho de tortilla o tomándose una aspirina. Tipos normales, como usted o como yo. Gente de infantería. Obsérvelos de reojo y con respeto, porque nunca se sabe. Quizá esté mirando a un héroe.
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