6 de agosto de 2009

"Morir cantando" 64 Aniversario Hiroshima

Las dos caras de la bomba atómica


El hombre contó una historia increíble. Tenía apenas 13 años, y estaba en su salón del colegio cuando un compañero se asomó a la ventana y lanzó un grito: "¡Miren, un avión B-29!".

Los demás niños se agruparon frente al vidrio y lo vieron perfecto: volando sobre la ciudad como un pájaro solitario, brillante en el cielo azul de las 8:15 de la mañana.
Entonces el avión soltó algo que se precipitó a tierra, y mientras los niños miraban por la ventana, de pronto un destello fulminante los derribó a todos. Era 6 de agosto de 1945, y lo que aquel hombre vio caer del cielo era la bomba atómica.
Su nombre era Yoshitaka Kawamoto, y lo escuché hace más de diez años cuando era director del Museo de la Paz de Hiroshima. Cada 6 de agosto lo recuerdo, y lo veo en mi memoria como si lo tuviera delante de mí, evocando lo sucedido ese día.
No hubo ruido, afirmó. Sin embargo, al abrir los ojos, percibió algo imposible: el cielo estaba en llamas. De inmediato sintió un dolor intenso en el brazo, y descubrió un pedazo de madera atravesado en la carne, como una flecha. En seguida, escuchó algo insólito: cantos.
Tardó segundos en comprender: debido a la mentalidad espartana de la guerra, a los niños les habían enseñado que gritar para pedir ayuda era un acto indigno, de modo que, quienes podían, cantaban el himno del colegio para avisar de que estaban vivos y para señalar en dónde estaban.
No obstante, las voces a su alrededor se fueron apagando. Uno por uno, sus compañeros de clase morían cantando. De pronto, él quedó solo. Entonces salió a la calle, dando tumbos y traspiés, y se encontró con el infierno.
Yoshitaka Kawamoto estuvo perdido durante varios días, deambulando entre las ruinas y tinieblas, hasta que de milagro lo encontró su madre.
Por poco muere incinerado, pues se desmayó en la calle y, creyéndolo muerto, lo arrojaron sobre una pila de cadáveres que estaban a punto de ser quemados; no obstante, resbaló del montón y el hombre que lo recogió sintió su pulso.
Al poco tiempo de la explosión, el niño perdió el cabello y empezó a sangrar por todos los orificios del cuerpo. Su madre asumió el reto y durante más de un año luchó sin tregua hasta que su hijo se recuperó por completo. "El amor de mi madre triunfó sobre la bomba atómica", concluye sereno el señor Kawamoto.
Habla de Estados Unidos sin rencor, y dice que su filosofía consiste en perdonar.
Describir el daño que hizo la bomba es imposible. La ciudad fue borrada del mapa, y la única estructura que permaneció en pie, un edificio semejante a un observatorio abandonado, yace intacto, medio demolido, y sugiere una realidad escalofriante.
La temperatura en el epicentro dobló la requerida para fundir el hierro, y los vientos que derrumbaron las casas como si fueran naipes triplicaron la potencia del tifón más devastador de la historia de Japón. Las casas que soportaron los vientos sucumbieron a las llamas, pues la gran mayoría eran construcciones de madera.
Muchos cuerpos jamás se encontraron porque se evaporaron, y a raíz del calor infernal las sombras de varios objetos quedaron estampadas en donde estaban.
Yo no entendía este fenómeno hasta que lo vi con mis propios ojos: la silueta de una escalera inexistente, la sombra grabada sobre los restos de una pared, como si la hubieran pintado.
Como digo, escuché a Yoshitaka Kawamoto hace más de una década, y recuerdo que al salir del salón de conferencias, abrumado por su historia, conocí a otra sobreviviente: una mujer mayor, con el rostro todavía hermoso, hasta que giró y le vi la otra mitad de la cara: desfigurada como hecha de cera derretida. Ese costado de su cuerpo fue el que sufrió los efectos de la bomba.
Quedé impresionado, pero a la vez pensé que esa doble faz, en últimas, simboliza la condición humana: porque nuestra especie puede crear una bomba atómica y la puede soltar sobre una población civil, inerme y vulnerable, pero también puede producir un ejemplo de grandeza espiritual como el señor Kawamoto, alguien que después de sobrevivir a una tragedia de esa magnitud es capaz de sonreír, hablar sobre el amor y el perdón, y, ante todo, seguir viviendo.